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Las Catástrofes Elementales II. El Nudo

24 / Junio / 2015

Voy a hablar de mí. Lo haré como si fuese un ventrílocuo. Tú serás tú. Yo seré yo. Utilizaré mi palabra frente a tus gestos, me harás de muñeco y podré manifestarme sin miedo.

A menudo me pasa que me gustaría explicarme sin tener que darte tantas explicaciones. Decirte sin decir. Sin citar a nadie, sólo dictando a paso firme lo nuestro. Una borrachera indecente y el té reposando en la mesa del salón. La sensación de cuando no puedes respirar, porque estás nervioso. Un no poder respirar común, que es un no poder sin consentimiento.
Algo que se aloja dentro de mí y me impide caminar. Un nudo en mis pies que se aprieta más cuando pretendo echar los pasos adelante.

Una escena fantasmagórica, cubierta de un velo translúcido, que permite ver las espectrales formas de tus, nuestros pechos rozando el suelo, tu lasciva atención sobre mi espalda y un hueco secreto en el que coloco mis enseres, protegidos de ti de nosotros. Un sitio para el tesoro y la ruina donde pueda encontrarlos cuando todo esto acabe.

Pienso en ti a menudo y no puedo respirar. Se me hace un nudo en la garganta. Si cierro los ojos me imagino un niño contra la pared siendo atacado por un perro que está encadenado a un punto fijo. El perro nunca alcanzará al niño, pero el niño tampoco se puede mover. El niño tiene los brazos en alto, el perro simplemente tira y tira de la cadena, ladra y ladra, babeante. Eso es la angustia. De ahí sólo se puede salir, como tú bien sabes, si te escurres por el muro sigiloso o esperas a que el perro se calme.

A veces me veo echando de comer al perro. Es una imagen poderosa. Ser el niño con los brazos arriba y a la vez el adiestrador de la fiera. Como un cancerbero dorado, con collar de plumas rojas, al que tengo que dar de comer todas las aves del paraíso para una boca, mi templanza a otra y para la tercera todas mis tripas. Supongo que por eso me dan
ganas de vomitar cuando te pienso, porque se lo estoy echando todo al perro de tres cabezas y no me queda nada para mi. Sudor frío indecente, incontrolable, que no puedo dominar y me aterra. La mezcla entre ese sudor frío y uno muy caliente, apasionado. Algo entre el deseo de oscuridad y el miedo a la oscuridad y sus monstruos de mentira.

Lo que da miedo no es el perro, si no su sombra proyectada en la pared mientras me quedo arrinconado en la esquina, aterrado. Es la sombra y no otra cosa. Tú miras la escena desde fuera y te quedas de pie, impasible. Pareces disfrutar. Incluso utilizas tus manos, como sombras chinas en el muro, para hacer una cuarta cabeza al perro, la cuarta pared de quienes miran, sonrientes como tú, la manera en la me desplazo lentamente. Eso también le gusta al perro, que siente su cadena más larga y menos pesada, y al tiempo mi nudo más prieto.

Tieso, inerte y con los pelos de punta. Lo que separa esta catástrofe trascendental, entre tú y yo. Una farsa inerrarable. Un teatrillo de marionetas. Un Fantasma de la Ópera escrito para dos idiotas.