Un proyecto de Alejandro J. Ratia
Desconozco esta casa, aunque sus cuartos y cristales son como todos los que he visto. Sin embargo, se impone el hecho de que yo nunca estuve en ella. El aire hace que un halo me rodee y sea mi paisaje. De aquí, mi dominante sensación de extrañeza.
Fernando Ferreró. Falacia
Esta cita preliminar no es lo único que le he pedido prestado al poeta Fernando Ferreró, también le pertenece el título de la exposición, que es el mismo del primer libro suyo que leí. La densidad implícita (1988) ¿Qué podía esconderse tras un título semejante? La primera advertencia con que tropecé allí es que cualquier viaje conduce siempre al mismo sitio. Lo implícito se interpone como barrera de plomo. El poeta denuncia la “falsa condición de lo inerte”. Los seres, la mirada e incluso el propio lenguaje ocultan la realidad, en vez de revelarla. Son otras cosas (u otra forma de mirar las cosas) las que despiertan el sentido. Un despertar que puede (o debe) proceder del sueño. Entre los artistas contemporáneos, la pervivencia del misterio como recurso insiste en una de esas ambiguas misiones que siguen justificando su tarea, tanto como la justifica el testimonio de la caducidad del hombre, o de las grietas del sistema. La constatación de esa “dominante sensación de extrañeza” (de la que Ferreró nos habla en otro momento) no deja de ser una vía de conocimiento y una crítica práctica del conocer.
En su texto Misterio y Creación De Chirico asegura que “cuando cierro mis ojos mi visión es todavía más poderosa”. Este cerrar los ojos para ver se lo tomaron en serio los surrealistas, como demuestra esa galería de retratos con que enmarcaron un cuadro de Magritte, Je ne vois pas la femme cachée dans la forêt (1929). Por algún sitio decía Breton que “el secreto del Surrealismo se sostiene en el hecho de que hay algo escondido tras las imágenes”. En los collages de Fernando Martín Godoy, una forma geométrica eclipsa un fragmento del paisaje, que es aquel hacia el que se dirige, en concreto, la mirada. No sabemos qué hay detrás, ni tan siquiera si lo que hay detrás es la nada. Esta censura convierte la fotografía en un enigma. El objeto artificial desenmascara la “falsa condición” del resto de objetos que sí reconocemos, y que no dejan de ocultar la realidad tras su aparente inocencia. El carácter tramposo de todo lo visible se refleja también en las pequeñas “máscaras” de madera que elabora este mismo artista. Una reducción del retrato al mínimo, que plantea una abstracción del modelo de un árbol genealógico. Detrás del “nadie” ideal se esconde el “cualquiera” real.
Las fotografías de la serie Llúcia de Joana Cera y esos muebles de Alicia Martín que atraviesan, como fantasmas, las paredes forman parte de mi particular mitología icónica. Ambas creaciones datan de mediados de los noventa. Reunirlas en el mismo espacio es un deseo satisfecho. Son el tipo de obras que mantuvieron mi confianza en la pervivencia de criaturas plásticas memorables. Cosa curiosa es que ambas tuvieran como característica el dejarse ver en el punto de desaparecer, en una frontera que puede ser la del dormir o la del despertar, territorio extrañamente fértil para los surrealistas o para Walter Benjamin. Y sucede también que son dos obras que dialogan con las sombras, de modo que la sombra no sea ya un acompañante de los cuerpos, sino un algo en lo que estos se trasmutan, una condición nueva, como la que adquieren los inquilinos del Purgatorio de Dante.
Joana Cera es la protagonista de Llúcia. Una imagen de esa serie nos muestra la silueta de su rostro con una venda en los ojos. En la que traemos a Bilbao, se los tapa con la mano. Tal como la mártir que ofrece sus ojos en bandeja, la artista, al sacrificar la vista, entra en el país de las sombras, buscando a tientas un remedio. Los ojos comienzan a hablar al atreverse en ese territorio inédito, haciendo de las siluetas un código misterioso pero fértil. En alguna de sus esculturas últimas (como en los collages de Martín Godoy) los hexágonos fingidos en piedra de pizarra materializan las sombras de otro modo, casi ofreciéndose como fetiches en un juego con la propia pared sobre la que abren y cierran una puerta. Al duplicarse funcionan, además, como otros ojos. Este diálogo con la paredfrontera encaja con el trabajo de Alicia Martín. En su caso, la materialidad del objeto en tránsito pasa por el trámite de una agresión. La estrategia de serrar esos muebles, o esos libros que también traspasan las paredes, tiene su parte de crueldad, fuerza la amputación para poner al objeto en conexión con su alternativa fantasmal, en el sentido en el que se aplica el término cuando se le corta al paciente o un brazo o una pierna. El objeto queda en cierto modo humanizado al congelarlo en ese tránsito entre el ser y el no ser a través de la membrana en que se convierte la pared.
Esa pared puede considerarse parecida a una página donde el aparecer y desaparecer ensaya un lenguaje. Pero los elementos de este intercambio semántico son parciales. Debemos reconstruirlos mentalmente. Este asunto devuelve su protagonismo al adjetivo “implícito”. Algunas de las últimas pinturas de Jorge Julve (su serie Lerpintura) parten de este problema. Aprovechan, en realidad, la inercia cultural que lleva a reconstruir significados a partir de los detritos léxicos, en cuanto hay un código parcial que hace guiños desde su precariedad. El valor añadido que sumaría la figuración a la pintura, lo aportan aquí las palabras. “Todo se convierte en imagen –nos dice Jorge Julve–, pero a la vez es necesaria la lectura para acercarse, entender y disfrutar de estas obras”. Las palabras sobre las que trabaja el pintor (arte, retrato, etc.) forman parte de la teoría que sostiene su propia práctica. El brillante resultado plástico recibe de una legibilidad confusa, de la condición fantasmal de los signos, ese plus de misterio que las ruinas pudieron otorgar antaño a los paisajes.
Ha colaborado en este proyecto:
SamyRoad